miércoles, 22 de octubre de 2014

2.

La segunda vez que le vi, el impacto fue el mismo.
La misma sensación de que en el interior de mi estómago germinaban sin cesar mariposas cargadas de más mariposas. 
¿A caso todo aquéllo podía ser real?
¿Yo estaba realmente fantaseando ya con alguien a quién sólo había visto una vez en mi vida?
¿Eso pasaba más allá de las comedias hollywoodienses que tenían como único objetivo frustrar a la población femenina en masa?
En esos momentos no podía pensar con demasiada claridad.
Todo era nuevo para mi.

Recuerdo estar sentada en un banco de mi antiguo barrio, leyendo un libro y acompañando a mis amigas en su verborrea diaria sobre chicos, chicos, y más chicos, aunque yo más bien era una espectadora ausente que de vez en cuando se reía o hacía creer a las demás que prestaba atención.
Sólo levanté la vista del libro un momento para ponerme la capucha, pues se había levantado viento y yo odiaba (y odio) el viento, sobre todo por el poder que ejercía y ejerce sobre mi pelo.
Entonces le vi. No entiendo porqué no me había percatado de su presencia antes. Estaba justo frente a nosotras, con un grupo reducido de chicos que hablaban y bromeaban entre ellos. 
Él era, por descontado, el que más resaltaba de todos ellos.
Ya no es que lo hiciera sólo para mi. Su belleza era más que evidente. No digo que los demás chicos no fuera guapos. Lo eran, cada uno a su manera.
Pero él... Él era completamente distinto a los demás, y lo que más me atraía, era que no se daba cuenta.
Reía como uno más, y eso que a penas llevaba una semana en el barrio. Había encajado maravillosamente con todos, al igual que su hermana, que en ese momento también reía las gracias de mis amigas, y parecía hacerlo de corazón.
Su sonrisa era como magia. 
Sentía el impulso irrefrenable de reír con él, aunque no tuviera ni idea de porqué lo hacía. 
Joder. Hasta el sonido era como una fina y delicada melodía a la que un violín dudosamente le haría justicia.

A lo mejor piensas que estoy siendo algo exagerada, o que magnifico un hecho por el simple hecho de ser pomposa. Pero te aseguro que no. Te estoy hablando de la primera vez que me enamoré perdidamente, aunque en ese momento aún no lo supiera. 

Fue en ese mismo momento cuando olvidé como se respiraba. ¿Qué iba primero, expirar, inspirar?
Juro que no podía recordarlo, no en ese instante.
Cruzó su mirada con la mía, y dejé de escuchar las risas de mis amigas y las bromas de los demás chicos. Creo que dejé de oír cualquier cosa que no fuera el martilleo de mi corazón, y el sonido de la distancia infranqueable que había entre mis manos y su rostro.
Mis cinco sentidos pasaron a pertenecerle estrictamente a él.
Aún no había dejado de sonreír, si bien ahora era más una mueca simpática que una sonrisa amplia. 
Sus ojos seguían formando pequeños pliegues alrededor, signo de que seguía sonriendo de corazón.
Sin embargo, ahora me miraba a mi.
Intenté formarme una idea mental de qué debía parecerle en ese momento.
Una chica menuda, despeinada, con un chándal negro y gris y un libro en la mano, rodeada de chicas llenas de color y jovialidad. 
La viva imagen de 'no deberías estar aquí, pero estás porque es donde tienes que estar'.
Esa era yo. La metáfora andante, la chica que siempre parecía estar en el lugar que no le correspondía, pero estaba, porque era como tenía que ser.
No podía hacerme ningún tipo de ilusión. Un chico así jamás me vería como algo más que la chica simpática y amable del primero be. La pequeña Claudia, o Claudita, como solían llamarme.
La eterna amiga.
Aparte la mirada. aunque realmente era lo último que quería hacer. Dejar de mirarle. Pero me obligué, porque no quería pasarlo mal. Otra vez no.
Me esforcé muchísimo en centrar toda mi atención en el libro, en las palabras, en las frases con sentido que me habían hecho sumergirme horas y horas en lectura no obligada, que salvaba muchos de mis días y casi todas mis noches.
Pero éstas sólo daban vueltas en mi cabeza, formando frases inconexas y carentes de sentido, y supuse que se debía a que me había hecho ilusiones antes incluso de prohibírmelas.
Recuerdo que pensé que no podía ser más tonta, más estúpida. 
Tenía quince malditos años. Se supone que las chicas a esa edad sólo se preocupaban por estar guapas y por ser las más populares de la clase.
No se martirizaban por un chico del que ni siquiera sabían su nombre, ni se perdían entre las líneas de un libro para sentirse más aceptadas. 
Fue otro de los momentos en los que reafirmé que no era una chica de quince años corriente, aunque eso era algo que ya sabía desde hace mucho antes.

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